jueves, 25 de febrero de 2016

POR UN RESPETO ÉTICO MÁS ALLÁ DE DISTINCIONES O MARCOS LEGALES HACIA LOS ANIMALES

Mientras más conozco a la gente, más quiero a mi perro” (Diógenes, el cínico).

Desde pequeños nos inculcan a creer que los animales son objetos. Disponemos de ellos como si fuesen seres inferiores y para colmo cosificados en los mataderos y en las carnicerías de los mercados. Ese es su triste final, tanto como servir de simples y graciosas mascotas, donde el cariño engañoso hacia ellos a veces es más que evidente demarcando un “especismo” de connotaciones esclavistas, como cuando se acude al zoológico y su mirada desesperada (entre barrotes) se confunde con la nuestra.

Últimamente, por cierto, en el ámbito local hemos sido testigos de sendos maltratos, por decir lo menos: ejecuciones para el canal de youtube por idiotas con modales militares, animales metidos a lavadoras o lanzados por subnormales o abusos sádicos irremediables. El ser humano muestra su peor faz, en la era del inmediatismo y la imagen. La bestialidad enajenada se multiplica por redes sociales de Internet donde la voracidad de un asesino sin medida, ya fieramente conocido, es publicada una y otra vez. Los abusos humanos hacia los animales siempre han existido, solo que ahora (en esta sociedad mediática de hiperculto a la imagen) estos tienen menos privacidad y el sadismo se puede apreciar en su más deleznable expresión.

Esto hizo que miles de voluntarios pongan el hombro para la recolección de firmas para que prospere un proyecto de Ley que busca (a nivel legal) una protección de los animales frente a cualquier tipo de abusos. El excongresista Isac Mekler fue el que tomó la iniciativa lo que ha generado luego que prospere más la propuesta por parte de muchos activistas de liberación o protección animal. Específicamente,la naturaleza dela ley busca sancionar con pena de cárcel a cualquier persona que atente contra la integridad de los animales.De facto, si alguien golpea o maltrata a un animal podría ser sentenciado de frente con carcelería por no menos de 3 ni más de 5 años.La Comisión de Ambiente y Ecologíadel congreso tuvo un plazo corto para aprobar este proyecto de ley por ser una iniciativa ciudadana, de lo contrario, un referéndum iba a definir el tema.Finalmente hubo una aprobación por unanimidad, faltando la aprobación del Pleno del Congreso.

Pero vayamos un poco más atrás, hurgando un poco en la historia. Hace más de cuarenta años que se usó por vez primera la denominación “liberación animal” (en textos de Peter Singer y Tom Regan), laque buscaba dotar de una ética a la problemática ligada a los derechos de los animales, básicamente bajo el argumento de que los animales humanos, tanto como los no humanos, sufren, y planteando con esto una lucha clara para mitigar la discriminación (y abuso) hacia los otros, falsa y torpemente considerados inferiores. De hecho ya la etología nos había dado muchas luces al respecto acerca de la socialización y el comportamiento maravilloso y singular de los animales, y de cómo existe todo un universo de individualidades que no se agota en el espectro humano.

En los años setenta con pocos movimientos de liberación animalrealmente radicales el asunto era generalmente derivado a ser solo una cuestión de amantes de gatos y perros. Afortunadamente, incrementó el número de publicaciones de este tipo, de iniciativas organizadas, y de confrontar al tan mentado “especismo” con posturas más conscientes y radicales que parten de la confrontación ética. Por esos años también empiezan a aprobarse legislaciones que promueven una defensa de los derechos de los animales como la Declaración Universal de los Derechos del Animal.

Nuevas consideraciones, incluso al nivel del Derecho, se fueron dando en los últimos años, como los aportes de Eugenio Zaffaroni, abogado argentino, quien deslinda el maltrato animal de la propiedad (si el animal es “mío” no es maltrato),  los intereses morales subjetivos de la comunidad(supone la injerencia del Estado como un erróneo pedagogo social) o de los delitos medioambientales (donde el marco jurídico podría variar), situando el maltrato animal como un delito con el mismo “derecho de los animales”, como un sujeto de derechos desde un plano particular.

En muchos países han variado las legislaciones al respecto sobre penas que tipifiquen el delito que se cometería al maltratar a un animal, por medio de leyes especiales en las cuales se señalaría a los animales negándole la categoría de “cosas” o reconociéndoles cualidades de sensibilidad. Pero la ley peruana en proyecto señala la sanción solo en casos de maltrato o crueldad innecesarios y se restringe al ámbito de los animales llamados domésticos o de compañía. Es preciso acotar que en el Perú actualmente estos actos de crueldad no se encuentran sancionados como delitos sino únicamente como “faltas contra las buenas costumbres”. La única sanción que recibe quien comete estos actos (hasta el momento) es la prestación de servicios comunitarios por diez a treinta jornadas o una pequeña sanción pecuniaria.

Pero, presumiendo que los avances en torno a la defensa en contra del maltrato animal en un plano legislativo están evidenciándose en algunos países de forma aumentativa, los cambios a nivel ético o a consideraciones más hondas son los que están faltando. Existe desde hace mucho tiempo una perspectiva antropocéntrica basada en la supuesta superioridad a nivel moral del ser humano por sobre las otras especies, e incluso la misma naturaleza. Frente a este hecho, las relaciones con nuestro medio ambiente son problemáticas. Es evidente una perspectiva inquisitorial por parte del humano. No existe un diálogo en armonía sino todo lo contrario: el hombre busca someter a los animales (la naturaleza) y simplementeson vistos como recursos o como objetos (cuando no como meras mascotas) y no como seres vivientes, con individualidad y capacidad para sentir y sufrir.

Es preciso entonces desterrar el pensamiento jerárquico e inquisitorial (Foucault) desplegado en la naturaleza y en la sociedad y plantear posicionamientos que vayan más allá de firmas en búsqueda de leyes. Plantearnos una ecología de la libertad, una ecología social que mire con ojos políticos las relaciones entre los seres vivientes para desterrar el carácter omnívoro destructor abusivo de los seres humanos. Nuestros vecinos no humanos, en este gran patio llamado planeta Tierra, nos lo agradecerán.




CHOMSKY Y EL ILUSIONISMO DE LOS NUEVOS TIEMPOS

Hablar de Noam Chomsky no solo nos remite a un intelectual eminente en el campo de la lingüística sino a un hombre comprometido con las problemáticas actuales. Filósofo, autodefinido como anarquista o socialista libertario, y activista crítico con el capitalismo contemporáneo y la política exterior de los EE.UU. Es un escritor prolífico que cada tanto nos entrega lúcidas advertencias preclaras que brillan por esa mezcla de solidaridad y esperanza. 

Esta vez llega al mundo editorial hispano con la editorial Irreverentes (bajo la traducción del escritor uruguayo Jorge Majfud, edición que ve la luz en 2012), su libro Ilusionistas, siendo las principales preocupaciones de Chomsky, una vez más: la crisis económica como arma de enriquecimiento vergonzante de los más poderosos, el sentido de la democracia, las diferentes formas de dictadura y la imposición de la representación de la realidad. No es un libro más porque esta entrega compendia realmente bien su pensamiento, con una explicación didáctica y detallista de argumentación sólida, desenmascarando la realidad del sistema capitalista y mostrando cuáles pueden ser las bases para crear un mundo distinto, más solidario y libre.

En el primer capítulo, retoma la historia de una niña que conoció en Beirut en 2006, sobre la cual había escrito años antes. A partir de ella, Chomsky repasará la lógica histórica de las últimas décadas en regiones tan distintas como Libia, América Central y Haití, centrándose en las relaciones de poder de los gobiernos dominantes, la ingeniería de sus represiones, las estrategias de las representaciones de la realidad, la omnipresencia de sus aparatos propagandísticos, las narrativas sociales que piensan por los individuos, y los medios que justifican los fines.

También se ocupa de las relaciones entre los Estados y las corporaciones, detallando las formas en que “lobbies” privados conducen las políticas de Estado, desde la política de Gran Bretaña en tiempos de Adam Smith hasta las más recientes intervenciones de Estados Unidos en América Latina. Toca el tema de las más recientes revueltas en el mundo árabe para luego desmenuzar lo que considera la raíz de los conflictos actuales: cómo las naciones vencedoras de la Segunda Guerra, con Estados Unidos a la cabeza, desarrollaron planes nefastos referidos a intereses en áreas estratégicas, como lo son aquellas que concentran las fuentes de energía fundamentales.

Según afirma Chomsky: “Hoy en día los amos de la humanidad son las corporaciones  multinacionales y las instituciones financieras. No obstante, la lección  histórica sigue siendo válida y ayuda a explicar por qué el complejo estatal-corporativo es realmente una amenaza para la libertad y, de hecho, para  la supervivencia de la especie”. El capitalismo, según refiere el intelectual norteamericano, no es el peor de los sistemas que registra la historia sino el más hipócrita y de allí nace la referencia a “ilusionistas” pues aquellos que nos venden estos tiempos como los mejores son meros vendedores de ilusiones.      

Ilusionistas culmina con un apartado de preguntas y respuestas donde se perfila la genial agudeza de Chomsky, con dosis optimistas, siendo los problemas ambientales los que más le preocupan. Concluye que las sociedades han hecho ciertos progresos, no por el buen corazón de quienes ostentan el poder sino por el activismo de los grupos de trabajadores y ciudadanos comunes, sin el poder de los capitales, de los gobiernos y de la gran prensa, pero suficientemente organizados como para decidir por ellos mismos. 


Una vez más Chomsky ejerce pensamiento crítico y logra desplegar sus conocimientos con sentido independiente e inconformista. Conoce demasiado bien las raíces de la política norteamericana y la economía mundial, por lo que resulta pertinente encontrarnos una vez más con cada uno de sus libros. En este caso específico, nos da las pistas para ver la luz al final del túnel y no ser engañados por las mentiras oficiales. 

martes, 13 de mayo de 2014

CUANDO LE HICE UN TÚNEL A CUETO


A finales de la década de los noventa, ciertamente le hacía túneles a la
vida. Gustaba de leer a horrores y solo me interesaba escudriñar en los
gerundios y pretéritos imperfectos de los autores clásicos, buscando quizá algunas respuestas; pero, sobre todo, atesorando en mi mente aquellos estilos que desfilaban unos tras otros y que perfilaban el mío mismo. Me encantaba el género de la poesía, eso sí, más que la narrativa, por sus formas rítmicas y sus mil y una variables de composición. El vanguardismo literario me desbordaba. Pero también la idea de rigor era escapar de clases para leer o escribir. Fui un lector y escritor trashumante tanto como un estudiante huidizo. 

Solía abandonar las clases en búsqueda de espacios más liberados donde
acompañarme con un libro y, con el clásico cuadernito de apuntes y borrones, me aventuraba a perfilar trazos con pretensiones de poemas. Crónicas atarantadas buscando ser cuentos y memorias con ínfulas de novelas. Desde pequeño sentí desapego por el sistema escolar, refugiándome casi siempre en parques y plazas, cuando no en pasajes y calles con sus recovecos. La idea era no ser descubiertos porque “tirarme la pera” a veces se convertía en una necesidad, a la vez que en un riesgo inminente. 

Uno de los distritos que me acogían en tan bullente oficio fue San Borja, con sus residenciales calles y sus escondrijos en las Torres de Limatambo. Ahí me parapetaba. Solía caminar por esos senderos con mi walkman y mi mente dispersa pues era un distrito muy tranquilo. A veces, me sentaba en una banca de aquellas que representaba un alivio en el caminar devoto de quienes desean faltar al colegio para leer un libro… pero también despejarse viendo un partido de fútbol. 

Cuando le sacaba la vuelta a las clases, daba vueltas por aquel distrito, entrando las más de las veces al Complejo Deportivo de San Borja (ahora llamado Polideportivo). En ese escenario con varias canchas de fulbito y algunas de fútbol, me cobijaba, sentándome en una acogedora y simpática banquita artesanal al costado de la cancha de fútbol principal. Escribía y leía, en pleno verano y con sombra, pero por momentos alzaba la cabeza para apreciar algún partido de fútbol de entrenamiento de perfectos anónimos. Armé una combinación que me desperezaba: literatura y fútbol.  

Con el transcurrir del tiempo, el Complejo Deportivo contrató los servicios de Jorge Olaechea y Guillermo La Rosa para encabezar una academia de fútbol para menores. El “mango” Olaechea, otrora defensa de selecciones peruanas y del fútbol colombiano y boliviano, parecía ser quien llevaba la batuta de la academia, pues compartía sus impresiones de los entrenamientos de forma enérgica y dando reconvenciones al mismísimo Guillermo La Rosa, antiguo delantero de las selecciones peruanas y apodado “El Tanque”, quien jaló a su hermano, también delantero pero un tanto más joven, Eugenio “Chispeao” La Rosa.

Se me hizo una constante el acudir a desarrollar afanes literarios al borde de esa cancha. Al levantar la cabeza, veía un tropel de niños corriendo tras un balón y escuchaba casi de soslayo los consejos esmerados de sus instructores mayores. Me sentía identificado con aquellos menores, recordando mi pasado lleno de sueños con olor a césped, cuando estaba completamente seguro e ilusionado con ser futbolista.

Pero el cuerpo técnico de menores se hizo más grande y con el transcurrir de los días llegó César Cueto, llamado popularmente “El poeta de la zurda”. 

Cueto fue un volante creativo muy talentoso y con una pierna zurda prodigiosa, capaz de colocar el balón prácticamente donde él lo deseaba. Es muy recordado que el año 1977 le hizo un golazo de media cancha al Sporting Cristal con Ramón “Loco” Quiroga en el arco y por haber derrochado jugadas casi mágicas y un talento desbordante en la selección peruana, Alianza Lima y en la ciudad de Medellín donde alternó a finales de los setenta y los primeros años de la década de los ochenta.

Yo no tuve la oportunidad de verlo jugar, salvo en algunos partidos que
guardo en mi retina. Aquellos partidos en los cuales amenazaba retirarse una y otra vez o cuando se volvió a vestir de corto luego de la “tragedia de Ventanilla”. Para los noventa, Cueto era una vieja gloria del fútbol peruano, un cuarentón con nariz de loro que se entretenía jugando partidos de exhibición y haciendo túneles de aquellos.

Yo le veía casi desinteresadamente. Mi equipo de fútbol favorito siempre fue otro y las glorias del equipo de la acera del frente siempre me importaron poco. Sin embargo, al verlo pelotear por ratos en el ínterin de los entrenamientos de menores me llamó la atención y eso avispó mis ánimos en torno a ese personaje. Como no llevaba sentimientos de emoción ni de hinchaje al respecto, ya tramaba mi forma de abordarlo en alguna
oportunidad, solo para intercambiar una que otra opinión sobre fútbol. Tenía curiosidad, reflexionando sobre aquello de poeta. ¿Qué diablos sabía aquel sujeto de poesía?  

Cierta vez se me acercó, pues un joven escribiendo al borde de una cancha de fútbol siempre llama la atención; sobre todo si no eres un periodista deportivo.  

– ¿Qué escribes, muchacho? –dijo Cueto—. 
– Poesía –respondí—. Y sin inmutarme, seguí escribiendo. 
– A ver… Compárteme eso… –alargando su brazo al cuaderno—.

El “poeta de la zurda” hizo un alarde de conocer algo de poemas. Gesticuló. Hizo un gesto forzado de sapiencia y devolvió el papel, no sin antes compartir una mano extendida que pretendía un saludo. Balbuceó algo sobre haber escrito en su juventud.  

A partir de ese momento, era cosa común ver al “poeta de la zurda”
compartiendo impresiones futbolísticas conmigo. Nos reíamos, sobre todo, al ver a un jugador infantil al que le decían “figurita”, el cual era todo un personaje. Escurridizo y de una apariencia un tanto volátil. O a otro petiso con ínfulas de Romario pero con una picardía innata y a prueba de balas. También, incluso, hablábamos de poesía, de construcciones literarias, de versos; aunque sus comentarios fueran grandes lugares comunes a los cuales me enfrento más de una vez. Fue recurrente por aquellos tiempos verme sentado en aquella banquita al lado de la cancha de fútbol, sin nadie que sospeche que me albergaba allí una conciencia desarraigada y apátrida que me hacía huir de mis “labores estudiantiles”. 

Pero cierto mediodía, cuando entraba al Complejo Deportivo rumbo a mi
banquita, Cueto me llamó alzando su brazo a lo lejos. Al acercarme me
comentó que unos muchachos peloteros habían retado a aquellas “viejas
glorias” del fútbol peruano a un partido de fulbito en las canchas anexas al acabar el entrenamiento de menores, pero señalándome que “los otros” requerían un jugador más para completar los seis de rigor. Yo asentí simplemente.

Empezó el partido sin ninguna apuesta de por medio y en un arranque,
Olaechea abre la cancha a Calín, el menor de los La Rosa, él alarga hacia Cueto quien amaga un pase de taco, hace otra finta y sombrea a la defensa un pase hacia “Chispeao” La Rosa quien, casi torpemente pero de oficio, cedió un pase tipo puñalada (a lo Calatayud) para la entrada de Guillermo La Rosa, quien con potente cañonazo casi le arranca la cabeza a nuestro portero improvisado, un tipo de bigotes a quien sorprendieron leyendo un periódico deportivo en la tribuna y que no puso trabas a su convocatoria. Es más la esperaba.

La tribuna no le hacía honor al partido. Solo unos cuantos esprevenidos,
algunos chicos con la camiseta oficial de la academia, un vendedor de
helados y uno que otro viejo que no quería pasar su mediodía entre cuatro paredes. Y el clásico vendedor de algodón dulce, quien curioseaba el partido.

El nuestro era un equipo entusiasta, de esos que abundan. Que se arman a la volada. El tipo de bigotes al arco. Un chico con capucha y piernas largas en la defensa, compartiendo la labor de contrarrestar los ataques del equipo contrario con un enanito correlón. El clásico diez al medio, es decir, un muchacho que se consideraba el “armador” de las jugadas pero que adolecía de inventiva, un delantero neto con gorrita y yo de falso puntero, moviéndome por la banda izquierda y haciendo el tránsito entre el mediocampo y la zona de avanzada en ataque.

Cueto era experto en hacer “huachas”, es decir túneles, o más propiamente dicho, eso que se conoce en el fútbol como la “criollada” pícara y humillante de hacer para el balón por entre las piernas del rival que marca. Lo había visto hacerlo en aquellos videos que parecen viejas películas de cine; pero también, una y otra vez, en jugarretas en los descansos de los entrenamientos de los menores entre él y los La Rosa. Aunque intuyo que hacerle un túnel a uno de esos La Rosa por esas época no era algo que signifique demasiado mérito.

Yo me había iniciado a jugar en los potreros cercanos al Estadio de
Surquillo, por razones azarosas del destino jugué en inferiores del Colegio San Agustín. Uno de mis méritos consumados de aquel entonces fue, jugando en el Estadio de Surquillo y mediante un disparo errático al arco, meter la pelota a una de las fosas mortuorias del Cementerio Municipal contiguo. Como lateral izquierdo la hacía en mi tempranísima juventud, solía cubrir mi banda y proyectarme con peligro frente al arco adversario. Luego en aquellas épocas tentaba mi suerte jugando de seis, de volante mixto, con ida y vuelta. Hasta que, alguna vez, decepcionado del fútbol competitivo, opté por la mentalidad Garrincha, es decir, solo jugar por mi alegría. 

El partido seguía su trámite. Aquellas “viejas glorias del fútbol peruano” parecían dictar una inolvidable cátedra de fútbol a aquellos improvisados muchachos cuyo único mérito parecía ser el haber estado en un determinado lugar en el momento indicado. Los goles iban y venían aunque el de bigotes solía sacar el esférico de las redes con mayor frecuencia. Es curioso que tipos que frisaban los cincuenta años aún pudieran correr y mantener dominio del balón con efectividad. Mientras tanto, Cueto se divertía en ese conocido arte de la humillación en el fútbol, dejando desairados una y otra vez a quien se atreviera a marcarlo. Fue entonces cuando ocurrió.

El enanito correlón desbordó al “Mango” Olaechea quien quedo desairado
frente al paso inexorable de los calendarios. Este pasó el balón en corto sorpresivamente haciendo uso del clásico freno de emergencia del fulbito. El moreno de gorrita que fungía de punta de lanza, se recogió y cambió de banda hacia la izquierda. Llegué con esfuerzo a dominar el balón y agarré a un  Cueto malparado, defendiendo por banda derecha. Era el único por ese flanco. A pesar de ello, se reincorporó y fue tras mi marca, en un principio le di la espalda como quien cubre el balón con la sapiencia de un mundialista (que no tengo) y frente a su presión y bajo la mirada atónita de los escasos espectadores toqué ligeramente el balón con el taco para hacer pasar este por entre las piernas de tan eximio zurdo y con milimétrica paciencia hacer uso del regate para volver tras la redonda, que conservó su misma velocidad intacta, e inflar las redes con tiro cruzado.

Con todo ese desplazamiento de fricción, picardía y fútbol, pocos habían
reparado que Cueto había caído chistosamente y en cámara lenta. 

César Cueto yacía derrotado y tirado en el piso resbaloso. Con un rápido
movimiento y en una jugada, anónima pero feliz, logré menoscabar su talento y su talante. Viéndolo así, con fugaz memoria, rememoré al mítico tipo que, joven aún y en eliminatorias, fue capaz de desafiar las leyes de la física, pasando por un espacio inverosímil entre dos argentinos en Buenos Aires. Así, fui tras él, recordando la “grandeza de los grandes” en la derrota circunstancial. Ya lo consideraba mi amigo. Viéndolo en el piso, traje a mi memoria el gesto mío de haberle obsequiado un inédito trazo de tinta que nunca más volví a ver. Le tendí la mano para levantarlo, porque sabía finalmente que en esos momentos hasta los semidioses del fútbol peruano muestran algo de humildad, humanidad y reconocimiento… 

El “poeta de la zurda” al ver estirada mi mano, me miró a los ojos y solo alcanzó a decir la sonora frase: “¡cojudo, vete a la mierda!”. Se levantó de la losa resbalosa y vociferando, cogió la pelota con piconería y abandonó el recinto deportivo…

martes, 12 de noviembre de 2013

LA CULTURA DE LA CRUELDAD

Siempre me han aburrido y repugnado las corridas de toros (Miguel de Unamuno)                                                                                                                                        

Las corridas de toros son un vicio de nuestra sangre envenenada desde la antigüedad (Jacinto Benavente)                                                                         

                                                                                                                                 
Un poco de historia

La corrida de toros, ese resquicio brutal de otros tiempos, apareció formalmente en España. Nacidas como un entretenimiento militar, pronto fueron calando en el pueblo llano como forma de desahogar la rabia producida por todas las represiones y frustraciones. El animal se convertía así en la víctima propiciatoria de una sociedad que imponía a la vida un profundo malestar. Fernando VII, uno de los más nefastos gobernantes españoles, cerró universidades y abrió escuelas de tauromaquia, lo cual ilustra bien la función de las corridas: un pueblo embrutecido es más manejable que un pueblo instruido. A pesar de que en los años 60 y 70 estuvieron a punto de desaparecer en España, actualmente aún perviven aquí y allá, debido básicamente a intereses económicos que consiguen el apoyo gubernamental y subvenciones públicas, difundiendo el tendencioso mensaje de la tradición como única justificación de algo tan anacrónico como cruel.

El milagro de octubre

El historiador Francisco Cossío señaló que en 1540 el conquistador Francisco Pizarro, a la edad de 66 años, fue el primero que toreó en la Plaza Mayor de la "Ciudad de los Reyes". El "descubrimiento" o, mejor dicho, la invasión y el genocidio en las tierras americanas propiciaron la salvaje tradición. La corrida de toros se oficializó en 1558, tomando mayor arraigo con la construcción de la Plaza de Acho en siglo XVIII. Hace 55 años se realiza en esta plaza en los meses de octubre y noviembre la "Feria Taurina del Señor de los Milagros". Los espectadores disfrutan con su sádica concepción de cultura, asumiendo plenamente el hecho de "ir a las corridas" como un elemento de estatus y distinción. No nos ocuparemos de estos espectadores –artistas, políticos, intelectuales, aristócratas, arribistas-: quizá se abra un campo infinito de concepciones y adjetivos que podríamos otorgar a quienes disfrutan con la laceración pública y organizada de un animal herbívoro.

La crueldad unida a la tolerancia es una patología. Nadie puede justificar las corridas de toros argumentando la "cultura" y el "no-sufrimiento de los animales inferiores", como en el colmo de la canallada hacen los que publicitan este "deporte". Ya, en 1980, la Unesco sentenció a las corridas tratándolas de desventuradas y corruptas, traumatizadoras de niños y adultos sensibles al escándalo de la matanza. Sin embargo, el disfraz macabro del torero –que es solo una vistosa variante del atuendo de un carnicero- continúa cubriendo con fuegos artificiales la tortura sistemática y el cruel brote de la sangre, que constituye, para una minoría morbosa e ignorante, un comercio impuro y vil. La corrida de toros no tiene alguna función social positiva o algún mérito cultural, eso está claro, pero representa para los organizadores un buen negocio. Las entradas se venden en dólares, a un precio elevado y están libres del pago de impuestos debido a que el Instituto Nacional de Cultura califica a la corrida de toros –por mandato legal- como un "espectáculo cultural". Negocio redondo. Todo el "asunto cultural" es manejado empresarialmente, y hay gente que vive bien del montaje: ganaderos, periodistas, toreros.

La tortura

Se ha definido a las corridas de toros como el proceso mediante el cual un toro –que es un animal herbívoro superior- es reducido a la condición de piltrafa. Las distintas armas utilizadas, previamente a la muerte del toro, tienen como objeto debilitarlo, para que después el torero pueda matarlo fácilmente. El picador le introduce una puya de 10 cm. de longitud que le hunde en el cuello, realizando movimientos hacia los lados para desgarrar y horadar la carne del animal, provocándole intensas hemorragias. Las banderillas, afilados arpones de unos 6 cm. de longitud, que se le clavan en el lomo, tienen la función de "humillarlo", es decir, para desgarrar sus músculos y hacer que agache la cabeza para que el matador pueda introducirle la espada mortal. La muerte del toro es lenta y muy dolorosa, ya que casi nunca muere en la primera estocada. No es infrecuente que el animal reciba varias estocadas. Cuando resiste más del tiempo programado para una corrida, se recurre a la puntilla, cuchillo que secciona la médula espinal y deja al animal paralizado pero consciente, estado en el que posteriormente entra al desolladero.

Existen otras técnicas que se emplean para reducir riesgos al "valiente" torero, todas ellas desmentidas por los taurinos, pero confirmadas por veterinarios y testigos presenciales: el "afeitado", que consiste en recortarle y pulirle los cuernos poco antes de la corrida, restándole eficacia a su única defensa; las palizas, generalmente con sacos de arena pero a veces con palos, para inquietarlo y debilitarlo; el untamiento de vaselina en los ojos, para menguar su visión; los cortes en las pezuñas, donde se unta después aguarrás para que esté siempre inquieto en el ruedo y no aburra a los espectadores, etc.

Por otra parte, debido a la inadecuada alimentación con extraños compuestos, realizada para complacer a un público que exige toros cada vez más grandes, los toros sufren un exceso de peso que les causa lesiones y les dificulta el movimiento. El toro es un animal herbívoro, y como tal pacífico, y es solo con sistemáticos castigos y manipulaciones –que son la base de la crianza de los así llamados "toros de lidia"- que se consigue alterar su ser natural, quedando convertido en un enfermo nervioso que sólo lucha por su vida. En la plaza, el toro lo único que busca es la huida, y sus ataques desesperados son, además de por provocación, por no encontrar una salida.

Los caballos son la víctima olvidada de las corridas, pues en numerosas ocasiones reciben embestidas que les abren las tripas. A menudo se les vuelven a meter los intestinos y se les cose para que vuelvan a salir a la plaza. Por otra parte, es necesario drogarlos y taparle los ojos para que salgan a la plaza, ya que de otra manera el terror que sienten al ver al toro les haría huir.

La mirada horizontal

El problema es la manera como en la sociedad se nos enseña a conocernos y definirnos, basándonos en raza, sexo o especie. Etiquetamos a aquellos que son diferentes como "los otros" y a continuación los cosificamos con el fin de utilizarlos como instrumentos. A lo largo de la historia "los otros" han sido infravalorados y explotados. Se ha tratado a la gente de color como "bestias de carga" o como esclavos. También se ha tratado a las mujeres como meros objetos sexuales, y de la forma más agresiva. Aún no se ha detenido este abuso, todavía permanece bajo formas más sutiles y ocultas, o legitimadas por la costumbre y la ideología. Todas las formas de abuso tienen su origen en la jerarquía y en dominación, a partir de los cuales se establece un universo cerrado fuera del cual todo es manipulable y explotable sin límites.

En el caso de los animales, ni siquiera tratamos de ocultar los abusos a los que los sometemos. Hacemos de los animales objetos y les ponemos etiquetas. Como los encuadramos en la categoría de "lo otro", los utilizamos instrumentalmente como objetos de belleza (abrigos de pieles, productos de cuero, cosméticos, etc.), formas de entretenimiento (carnavales, rodeos, carreras de caballos, corridas de toros, peleas de gallos, etc.), utensilios para la "educación" y la "ciencia" (víctimas de vivisecciones en laboratorios). También los fragmentamos llamándolos costillas, alitas, menudencia... para finalmente completar el ciclo comiéndonoslos.

En el caso de las corridas, los medios de comunicación siguen haciendo propaganda taurina, con el fin de ampliar el interés por las corridas de toros y aumentar la minoría que las sostiene. A veces cubren su intención propagandística con pretextos informativos. Se transmiten y comentan las corridas de toros, y se ha puesto de moda salir en las páginas sociales de medios conservadores como El Comercio o Caretas. Igualmente existen publicaciones que fungen de "positivas y espirituales", pero que luego de una cita a Gandhi abren sorprendentemente sus páginas a la muerte y la tortura. Invariablemente, impiden la mirada horizontal que permitiría tomar conciencia del dolor ajeno y sentir simpatía por "los otros": refuerzan sistemáticamente la apatía que sostiene una sociedad que tolera tan bien la injusticia, la explotación, los bombardeos y el asesinato.

El debate de la cultura

El cineasta Armando Robles Godoy, que ante los incautos pasa como "contracultural", ha pretendido legitimar la violencia de las corridas de toros dándoles connotaciones artísticas y trascendentes. Así ha escrito acerca de la "belleza de la muerte" que emana de los ruedos, ignorando a los animales que son vanamente sacrificados y resaltando el peligro de muerte que afrontan los toreros. Robles no habla de la "belleza de la muerte" apreciable en ciertas obras artísticas cuando el límite del lenguaje que nos forma se estrella contra la ajena superficie de las cosas, y la propia existencia tiembla, sino de la insensatez de los toreros, esos seres por lo general estúpidos que se exponen al peligro como un conductor de Ticos en una autopista, pero que a diferencia de estos, lamentablemente, rara vez mueren, porque la técnica de tortura de las corridas de toros es bastante eficiente.

Es fácil advertir la palabrería pueril y pretenciosa que se puede erigir no solo alrededor de las corridas sino alrededor de cualquier actividad que se sabe deleznable, con el intento de justificarla. Si los carniceros en los mataderos se vistieran con lentejuelas, practicaran ciertos movimientos vistosos, desarrollaran cierta teoría alrededor de su labor, y la transmitieran a sus nietos, con el tiempo, y con el apoyo de algunos intelectuales, quizá podrían cobrar entradas para ingresar al camal de Yerbateros, evadir impuestos, agenciarse de un dinero extra y ser considerados "artistas". Todo es cuestión de falta de sensibilidad y de mucha tradición.

Otra cosa es la belleza, que puede ser experimentada en cualquier cosa: un cielo, un poema, un rostro, una urbe o una carnicería. En las corridas de toros encontraron belleza personas con un sentido artístico apreciable como Cocteau o Hemingway, pero eso no aporta ningún argumento a favor de las corridas de toros, pues la experiencia de la belleza es inexplicable, subjetiva e intransferible. Por ejemplo, el cineasta Charles Chaplin reconoció que la directora alemana Leni Riefenstahl fue capaz de lograr momentos susceptibles de provocar el poderoso sentimiento de la belleza en una película de propaganda al nazismo, encargada por Hitler, pero eso no significa que haya cedido un centímetro en su condena al nazismo. Más allá de los misterios de lo inefable y la belleza, están nuestras opiniones políticas y culturales, nuestras actitudes y acciones que afectan el mundo en el que convivimos, y en ello Chaplin no fue ambiguo.

Hay quienes aprecian las corridas de toros en un sentido estético; pero no importa si ven ese resplandor en la tauromaquia o en las chapitas de Coca-Cola. Importa su opinión sobre la tortura a los animales: si no las condenan, si no se problematizan en su afición taurina, es porque torturar y asesinar a los toros no les parece condenable o importante. Hay personas con una sensibilidad distinta: por más fuegos artificiales que rodeen el sangriento hecho, no encuentran belleza en esa costumbre que consideran degradante y que condenan. Estas sensibilidades distintas configuran un debate en la cultura, un punto de tensión que los taurinos rehúyen asumiendo el rol de víctimas incomprendidas que son molestadas por los "intolerantes". No afirmamos que somos "buenos por naturaleza": podemos tanto ser crueles y asesinos como compasivos y bondadosos. Pero en lo que se refiere a este montaje como circo en el que se disfruta con la sangre de los toros, no estamos de acuerdo. Hay una ética que nos reclama: ¿por qué hay que ser tolerante con los que torturan y matan?

Quizá sería mejor que beban de su propia sangre.
 
                                                                                
Diciembre 2003

domingo, 10 de noviembre de 2013

REGRESIÓN AL PRINCIPIO DEL AMOR (RECUERDO DE 12 MUJERES)

Alguna vez se tiene el recuerdo de que se quiso a alguien. Con el transcurrir del tiempo, uno mira el pasado como un filme casi mítico con recuerdos imborrables, alegrías y pesares, cuitas y devaneos, al fin y al cabo, que configuran la vida afectiva. Pero su contraste tanático es quizá lo que determina el fin de algunas relaciones, de lo que fue y ya no será, de los recuerdos que marcan con cincel la piedra en forma de vida. Mi deseo fue evocarlas antes que las olvide… quizá para invocar sus efluvios y las pasiones irrefrenables que me provocaron. Fueron las mujeres que alguna vez quise un poco más de lo normal, no importando su prolongación o su categoría, solo su recuerdo y que alguna vez me quitaron el sueño…

La niña favorita de mi infancia
Hubo una época en la que pintarrajeaba mis cuadernos escolares por detrás y asistía a unos recintos educativos que acentuaban de alguna forma mi (in)cierta reclusión escolar. En esos avatares de primera infancia escolar la conocí. Ella era una niña hermosa de ojos marrones claros que miraba a través de las lunas polarizadas de mi movilidad. Quizá la niña más bonita del salón, condición humildemente negada por ella. Los sábados por la tarde en el club solía llenar los árboles de inscripciones con la letra inicial de nuestros nombres dentro de un corazón malhecho. Soñaba día y noche con ella. Pero fue meramente platónico, como inocentes juegos de miradas en el patio de recreo, con excepción de un encuentro en la escalera contigua, un beso furtivo y un curioso adiós. Pareciera ser ayer aquel encuentro: mi cita adánica con el sexo opuesto, no estuve a la altura de las circunstancias pues yo no era como el resto, era más bien un niño callado, introspectivo y fantasioso. De ese encuentro aún guardo en mi memoria su curiosa maldición y días después cómo se vengó la niña favorita de mi infancia en una suerte de trabajo grupal del colegio, haciendo de mi ridículo un contubernio gregario, cuando, luego de un alarde de histrionismo, tomó mis mejillas ruborizadas a modo de burla para no volver a tocarlas jamás.

El despertar de la adolescencia
Pese al mal momento, seguí cautivado por mi primer amor, hasta que me topé con otra mujer. Fue al comenzar la secundaria, cuando me atrajo. Ella fue la primera que guió mis iniciales trazos poéticos inspirados por los senos femeninos. Su candorosa adolescencia le dotó de los mejores pechos de la secundaria. Vivía por mi casa, así que esto me podía asegurar un merodeo por la suya al terminar de jugar fútbol. Nada como escucharla hablar porque esto sugería una profundidad emotiva y lo hacía de una forma bastante atractiva; mientras que su frente, amplia y seductora, era finalmente lo que me fulminaba. Soñaba con tenerla en mis brazos y apretujarla, pero ella ya estaba con el hijo del ministro de Economía de entonces. No obstante, ella siempre se daría maña para aguardarme en algún parque con un silbido vivaz y sorpresivo (para no apagar la llama), o como aquella vez en un recreo, con un beso, cuando ya mi escepticismo hacia la vida estaba en pleno germen. Eso fue lo que bastó para que la confusión naciera y reinara en mi cabeza, reforzando mi poco entendimiento hacia las mujeres.

Ella o todo el cielo lleno de pecas
Pero nada como una niña llena de pecas. Aquella que me alegró y motivó mis últimos años de colegio, cuando soñaba con largarme de esa prisión. En algún momento, en un tiempo infinitamente congelado, tal vez la mujer más trascendente de mi vida, pues por aquella época pensaba que siempre la amaría. La vi con atención en algún recreo por vez primera y reparé en una niña delgada, pecosa, muy blanca y con una mirada de ojos celestes medio marrones claros y exóticos que su pelo suelto y rebelde parecía resaltar. Ya empezaba a gustarme y mi mayor mérito fue verla cuando nadie, quizá, se fijaba en ella. Ahí la vi, jugueteando en un recreo: ella con 12 y yo con 16. Por ella, comenzaron a etiquetarme como “chibolero” en el colegio, en la etapa escolar donde más importa curiosamente lo que piensa el resto sobre ti, que lo que uno mismo piensa sobre sí mismo. Ella, realmente, me metió casi de lleno a la poesía, arrojándome al arte sinuoso de dejarle anónimos y obsequios. Fue por ella también que comencé a escribir poesía con plumones de colores. Nunca, a esa corta edad, había sido tan fuerte un sentimiento hacia una mujer (niña). Un 13 de agosto (aún recuerdo la fecha de tamaño acontecimiento) le hablé por primera vez, para arrojarme a la sinrazón de la comisión de actos descabellados por ella: regalitos sin remitente por aquí, anónimos poéticos por allá. Recuerdo sus miradas en el balconcito del segundo piso y su curiosa forma de caminar apresuradamente. Al culminar el colegio, fue lo que más me interesó, lo que extrañaba a rabiar. Por las noches, durante mucho tiempo, solía pasar por su casa a ver si me la topaba (jugando a provocar la casualidad); pero curiosamente (oh, ironía) me encontraba con ella en los momentos más inesperados. Nunca había amado tanto (hasta ese entonces…), con el perdón de la expresión y con la problemática que entraña verbo tan ambiguo.

La chica de la academia
Pasaron los años y cuando nada hacía presagiar que alguna otra mujer que no fuera ella me interesara enormemente, apareció otra fémina, a ella la conocí en la Academia para ingresar a la Universidad de San Marcos, varios años después. Era una chica delgada de tez clara y pecas (también) y con una voz ronca muy particular. Tenía un airecillo a mi pasado amor, lo cual facilitó que quede prendado de ella rápidamente. Se sentaba adelante y a un extremo del aula pero yo recibía la lista de alumnos que todos debían firmar antes que ella lo haga. Como mayormente lo hice siempre, me sentaba en la parte posterior del aula. En cierta ocasión le dejé un mensaje en el control de las asistencias y se abrió el universo de posibilidades. Estudiaba todos sus movimientos y la percibí interesada a la expectativa de su admirador. Como jugando, llegué a quererla demasiado, aún sin conocerla. Pero cuando trabamos conversación, pues teníamos amigos en común, ahí sí terminó de acaparar en demasía mis pensamientos. Un gran amigo alguna vez me comentó que “mi musa” tenía enamorado y el fulano de marras, a quien decíamos Sting por cierto parecido físico, conjuntamente con el final de la preparación académica, ayudó a “olvidarme” de ella, no sin antes buscarla a su casa en la calle Madreselvas del distrito de Surco, donde, frente a su ausencia, un guachimán tendría la sagrada misión de entregarle la “trascendental misiva” preparada especialmente para aquella ocasión, ya de despedida.

Un abrazo interminable, un año nuevo en la playa
Pero una chica llegó tan rápido como se fue. Parecía que empezaba a acostumbrarme a incinerar ciertos recuerdos afectivo-estudiantiles en los alrededores de mi casa, pues, la muchacha dulce del barrio, una de las pocas chicas de confianza del grupo de amigos que nos reuníamos por un parque en una época, fácilmente se apoderó de mis afectos. Ella era bajita, y de carácter más bien tierno. Recuerdo su alegría al decirle que había ingresado a la universidad, en los festejos de año nuevo, con aquel abrazo interminable y saltarín en la playa Punta Hermosa cuando llegué tardíamente y al filo de la medianoche. Pretexté ayudarla en sus estudios como aquel profesor distraído que siempre fui, acudiendo religiosamente a nuestra cita semanal en su casa. Allí a veces cocinaba como un previo a las clases que pude enseñarle de Razonamiento Verbal. Recuerdo cómo le dictaba los sinónimos fisgoneando sus cabellos o cómo le explicaba sobre los verbos defectivos mientras observaba los dedos que nacían de sus pequeñas manos. También, cómo le robé un beso jugando a tirarnos pop corn, lo que quizá le supuso solo una coquetería inocua de un tipo un tanto experimentado frente a ella. Mientras tanto, por otro flanco, un amante clandestino le arrojaba hojas de papel con versos. Quizá la susodicha no sepa aún que el tal Roque Roca (su amante anónimo y a escondidas) era yo, su profesor; sin embargo, guardo en mi memoria su disciplinada y pausada manera de hablar, su mentón y sus ojos expresivos. Supuso, ella, quizá mi primer interés por una mujer que no radicaba enteramente en lo físico, y a partir de tamaña experiencia, pienso, mis intereses se volcaron más hacia otro tipo de mujeres, con otro tipo de virtudes. Nunca me sinceré con respecto a mis sentimientos hacia ella, siempre mantuve aquella cautela dolorosa de los cobardes.

El contraste es demasiada ternura
Con el transcurrir de los calendarios, ingresé a la universidad, abriéndose un abanico de mujeres que hacían confluir la gracia y los hábitos por la cultura. Fue entonces que apareció una menuda belleza. Compartíamos clases de Literatura en la Facultad de Letras de San Marcos. Era demasiado tierna y guapa para ser cierto. Una mezcla armoniosa de estudiante de literatura, arquetípicamente hablando, y generosa chica-de-su-casa. Llevaba una mirada triste que era arreglada inmediatamente por una sonrisa magnífica. Una sonrisa inolvidable de aquellas que se dibujan en los alrededores del bosque de Letras en la universidad cuando dicen que se suspendieron las clases. Parecía que siempre por sus ojos habían cruzado lágrimas toda la noche anterior, y que lo sabía disimular. Nunca supe lo profundo de sus problemas o la verdad de sus ojos, sin embargo, andaba siempre con el cuadernito bajo el brazo como alumna aplicada (y lo era) con innumerables apuntes literarios y una ropa clara que parecía de enfermera. En un paseíto a no sé dónde, parte de un curso de Historia del primer año, la tomé del brazo e hice explícitas mis intenciones, pero solo con el lenguaje de las miradas, sin alguna palabra que suela engañar. El resto fue escribirle de incógnito en la carpeta del aula y esperar el día preciso, para darme cuenta luego que algunas conjunciones en las aulas no son eternas y que poetizar a veces no es tan efectivo como actuar.

El vuelo de la mujer espigada
Parecía volar. Ya la había visto en los recovecos de la academia previa a San Marcos, pero verla entrar (o deslizarse) por vez primera, sola y etérea, a la Facultad de Letras fue toda una revelación en aquellos tiempos. Su nombre resonaba ya bastante por las aulas y el Patio de Letras cuando recién llevaba días estudiando Arte. Cuando la vi, veía algo parecido a una semidiosa y su pasar dejaba boquiabiertos a estudiantes y profesores. Era alta, espigada, de piernas delgadas y firmes, y su rostro (con ojos exóticamente claros y el mascar de chicle incluido) era un anuncio de que el cielo existía en el recinto académico. Su padre, un viejo izquierdista y amante de Silvio Rodríguez le impregnó a su hija una sensibilidad hacia las artes y una curiosidad inefable, lo que le hizo hablarme por primera vez en la cola del teatro para finalmente no entrar frente a tan agudo y pertinente compartir. El Tío Vania de Chejov en el Museo de la Nación podía esperar para otro día. Por aquel entonces decidí no contarle a nadie quién era mi nueva amiga; y, luego, correrían las apuestas para ver quién era el osado que le hablase a la susodicha, la cual paraba sola escribiendo o leyendo en la Facultad, en los intermedios entre clase y clase. Recuerdo, como si fuera ayer, decir “yo le hablo” frente al estupor de tutilimundi y acercarme a ella con un andar acompasado y nervioso (curioso porque ya le había hablado e incluso hasta lanzado mis sarcásticas bromas clásicas de humor negro) y cómo estiró su cuello como un cisne para reconocerme a un metro de ella, lanzándome una sonrisa perfecta. De allí en más, ser el centro y la comidilla de esos ambientes estudiantiles por frecuentarla, pero queda en la memoria la belleza de las conversaciones esgrimidas, cuando ambos nos confesábamos sueños y expectativas, cuando compartíamos los supuestos nombres de nuestros futuros hijos, cuando hablábamos de Sabina o Silvio con libros de Borges y Cortázar; pero sobre todo cuando me invitó a su casa en Barranco, llena de bohemia y culto por la poesía, donde se me abrió todo un universo a través de ella en un dormitorio y una cama cuya fragancia nunca olvidaré. Sin embargo, ella también me enseñó (y yo que no quería aprender) que algunos momentos son mejores cuando son efímeros, porque con ello se puede guardar la esencia.

Una mujer estudiando a Hegel y descifrando a Sade
La filosofía está ligada al asombro que mueve el interés por el conocimiento, por el saber. No fue muy asombroso en la universidad descubrir mi interés por las clases de Filosofía (más que por las de Literatura), pues siempre había sido un autodidacta del estudio del pensamiento. Pero mi asombro fue mayúsculo al sentirme atrapado por un sentimiento. Una mujer que estudiaba Filosofía y cuya cabellera ensortijada, siempre adornada de pañuelos y accesorios, atraía mis miradas (y las de muchos) y fui casi natural e inevitable conocerla. Estaba destinado, creo yo, que pronto charlemos en alguna escalera y en el Patio de Letras rodeados de nuestros acostumbrados amigos de Filosofía. Ella hacía velas y se distinguía por su buen gusto en el vestir, por sus combinaciones de ropa, pero también por sus monólogos arrebatados donde te podía hablar de Sade o Hegel. Su simpatía y sencillez, además, alegraba cada rincón del aula y tenía la maña (tan suya) de sacar un cigarrillo en el momento preciso. Hasta que se hizo evidente mi sentimiento hacia ella en alguna fiesta o aniversario de alguna facultad de la universidad, cuando, motivado por la noche y el alcohol, casi nerviosamente le tomé la mano, sin decir palabra alguna. En cierta ocasión, por un accidente en la elaboración de las velas, se quemó el cabello y tuvo que rapárselo en su totalidad. Pero, igual se le veía radiante, siempre iluminando de alguna manera. En plena efervescencia estudiantil, en medio de las protestas por reivindicaciones, se llegó a tomar la Facultad de Letras y allí en un aula disfrazada de barricada descubrí su brillo particular, su luz concomitante, eso que ilumina el entrevero que tienen la filosofía y la literatura. Luego de algún torpe alejamiento, la llamé a su celular un día por su cumpleaños y escucharla, solo escucharla, alumbró mi caminar aquella larga noche. Nunca había tenido tantas ganas de asistir a la universidad, aquellos días de estudio y agitación política y del corazón.

Aquella mujer, aquel Año Nuevo, aquella vida
Iba a la universidad de visita con sus lentecitos que ciertamente le daban un aspecto interesante. Era bajita y aguerrida y, sin embargo, simpática, tierna y medio ingenua. Ya la conocía por amigos en común, pero comenzaba a mirarla con otros ojos cuando llegaba a San Marcos y me conversaba sobre una y otra cuestión. Me encantaba escucharla y descifrarla. También compartíamos ambientes ligados a los conciertos y a la contracultura del centro de Lima. Así, las calles de Quillca y Cailloma fueron el polvorín de nuestros ideales, pero también de nuestros afectos. Nos enamoramos y quién diría que, con el tiempo, aquella mujer me daría una hija y un universo de esperanzas y proyectos. En un inicio, rápidamente, con la emoción del primer instante, viajamos por Bolivia y Argentina e hicimos a nuestra pequeña hija, y de ambientes de estudios universitarios y conciertos de punk rock pasé a conocer, empero, oficinas siniestras, subempleos y, todo lo dura que es la vida con sus responsabilidades y enfrentamientos. La mayor recompensa fue lo que llamé mi motorcito: mi hija, y aquella combinación de regresar tarde, de trabajar, y encontrarlas a las dos, durmiendo. Ella (¡la mujer que me dio una hija!) me acompañaba, pero sobre todo nos acompañábamos. Fue intensamente interesante el intento de formar una familia con ella, acoplarme a sus hábitos y manías en esa convivencia sui géneris. Nos conocimos en las buenas y en las malas y mientras mi consabida privacidad se extinguía, mi ensimismamiento se hizo más social. Ya con el pasar de los años (algunos) quizá no hubo armas suficientes para combatir los tedios y problemas de un entorno familiar clásico con una convivencia a cuestas y la querencia turbulenta (con besos de pasión) se desvaneció… Sin embargo, luego de un tiempo, al verla en un bar del centro de Lima, y al bailar juntos no hicimos sino enredarnos de nuevo, retomar, porque (valga nombrar el lugar común) “donde hubo fuego cenizas quedaron”. Lo intentamos, claro que sí, pero ese intento duró poco; sin embargo, ese intento, esos últimos meses fueron significativamente hermosos y emocionantes pues ella será siempre aquella mujer que me hizo valorar algunas cosas que antes no lo hacía, y que retó mi sentido de responsabilidad, cambiando mi vida por completo.

El vientecillo de la libertad
Salí de la universidad y puse una tienda de libros, discos y videos en el centro de Lima, transcurriendo mis días por allí. Fue entonces que apareció una persona a la cual le llevaba varios años de ventaja. La conocí cuando ella averiguaba sobre unos fanzines y unos libros en la tienda de un amigo. Ella estaba acompañada de un chico y lo primero que recuerdo es su mirada, su interés por las ideas y los escritores y cómo escuchaba cuando le hablabas, cómo prestaba atención, como una esponja que absorbía conocimientos y experiencias. Me dio un papelito con su nombre en quechua. La comencé a frecuentar y la invité a acompañarme cuando podía en mi tienda, donde vendía libros y música. Iba a diario con toda su efervescencia juvenil a cuestas y dispuesta siempre a preguntar y aprender. Ella me decía que envidiaba un tanto a la madre de mi hija, que le gustaría tener un compañero de ideas así y con él andar y andar, aprendiendo juntos. Cierta vez, estuvimos a punto de chocar los labios cuando su cercanía era signo inequívoco de la afinidad reinante y existente y de mi lejanía “hogareña” en aquel entonces. Me atrajeron mucho sus rasgos andinos pero finos, sus ojos rasgados y sus labios casi vírgenes que invitaban a reflexionar sobre la lascivia. Lo cierto es que también a partir de allí fuimos una especie de cómplices, tanto, tanto, que viajamos a Bolivia en un momento dado en el que me alejé de la madre de mi hija. Allí la conocí en el día a día, en la pequeña convivencia y en los buses donde logre hacerla mía y venerarla como a una pequeña criatura. Es claro que por ella nuevamente aprendí a atesorar lo espontáneo y la aventura, la belleza de correr detrás de ella y cogerla de la mano.

La brujita extraña
Algo inhóspito y raro acaeció en mi vida. Quizá algo irremediable luego de varios reveses inequívocos. Me enamoré de otra mujer, de su cerquillo, de sus labios, y específicamente del piercing en sus labios. Fue un soplo de aire fresco, una especie de brujita en extinción, siempre de negro, callada y estupendamente original. Al principio solo sabía de ella que era una experta cocinera a su corta edad, luego un poco más cuando llegaba a la tienda con sus amigas, casi idénticas, muy parecidas a ella. Paulatinamente pero de improviso me atrapó su ser, encontrándole una belleza incomparable. Como jugando a mencionar su nombre, ella se convirtió en algo muy importante para mi existencia y aquel nombre en una muletilla repetitiva para mi conciencia. Luego, semanas después, me atreví a disfrazarme de admirador anónimo e inventé un correo electrónico para ella confesándole mi querencia perdida y descabellada, como un kamikaze existencial. Ella quería descubrir mi identidad pero la solución a esa incógnita suya tardaría en descubrirse. No fue sino en un encuentro contracultural en las afueras de Lima donde más la quise, donde más la desee, durmiendo a su costado en una carpa de aquellas. En alguna ocasión le solté el brazo sobre su brazo ataviado de una suave prenda oscura y alcancé a besarla sin que se diera cuenta. Magníficas fueron cada una de esas horas en aquel encuentro de charlas, fogatas, y confraternidad. Fue ya luego del encuentro donde le dije quién era yo, descubriéndome como su esperado admirador, pero fue muy tarde pues justo ya había decidido su alejamiento de esos espacios para nunca más volver.

El corto verano de la anarquía o la última incursión a los columpios
Aún no olvidaba los rigores del último desamor cuando ella apareció. Y ya lo había dicho casi de broma pero de forma premonitoria: “Solo ella podría hacer olvidarla”. Fue raro. Al comienzo, solo sabía su nombre y que vivía por San Borja. Nuestros destinos se encontraron un 6 de enero de 2009, donde luego de una larga caminata nos besamos en una esquina. Nos volvimos a encontrar afectivamente un 8 de marzo, luego de una actividad de difusión sobre género y feminismo, alargando ello en más besos y situaciones llenas de descontrol. Ella fue la chica de los columpios, los deseos encriptados y la luna. Alguna vez, cierta noche de alcohol, nos hicimos promesas eternas en un columpio; y de allí unos dioses macabros no pararon de tejer el destino en conjunción. Muchas veces nos alejamos, hiriéndonos, para acercamos al cabo de un tiempo con mucho más fuerza. En cierta oportunidad hasta me disfracé de sombra para ofrecerle mi corazón, pero eso me enseñaría a evitar mentir pues el karma tarde o temprano me lo cobraría. Me acompañó hasta en la muerte, mi muerte presagiada y poética, para castigarme por ese exabrupto con su lejanía por un par de meses y luego volver a estrecharnos infinitamente con nuestro grupo de teatro y nuestra publicación-fanzine conjunto: El Sol Negro de la anarquía. Cómo olvidar cuando me acompañó cuando me llevaron a Emergencias por un ataque a mansalva con botella rota, y ella estuvo conmigo allí mismo con miles de caricias, llevándome al baño para besarme literalmente las heridas. Aquel verano lo intentamos una vez más, pero tal vez no hayamos estado maduramente preparados para nuestro coctel de aglomeraciones: celebraciones, robos, besos, películas, y saliditas al parque. Solía esperarla recostado en un parque a la vuelta de su casa por la tardecita, con mi corazón batiéndose como un tambor y hasta saliéndose de la alegría. Luego de mucho tiempo pude sentir cosquilleos y emoción por alguien. Los besos, profundamente perfectos, jamás avizorarían el abuso de lo dionisiaco que nos alejó intempestivamente. Por mi parte, intenté reconciliar y reparar el daño, pero fue allí cuando me di cuenta que solo el tiempo se encargaría de poner las cosas en su sitio, y, dicho y hecho, volvimos a encontrarnos luego de un tiempo prudencial, cuando nos enredamos en unos conciertos y otras aventuras más, ya como colofón, hasta recibir la venida de algún año nuevo. Pero más pronto que tarde, aquella niña de 17 años, a quien le decía “mi chiquilla punk”, la que conocí en las calles y en los desmadres, crecería y se volvería a alejar. Ya no sería tanto sombra sino luz y su caos sería ahora tranquilidad, pero esa ya es otra historia.

Epílogo
Mientras tanto en la Isla de la Impecable Soledad, rumbo a Utopía, uno va atesorando las experiencias de los alejamientos, las certezas de los desamores y las alegrías dentro de las tristezas, quizá para no morir, quizá para reinventarse, quizá para tejer nuevas historias, pues el corazón nunca envejece y es una estrella trashumante que en algún otro lado siempre tiende a latir nuevamente. Y será así cuando vuelva a ver las estrellas con los ojos cerrados…

domingo, 17 de enero de 2010

AMEMOS LA DIFERENCIA



Amemos la diferencia
Un compañero habla de antisexismo...


El genero viene a ser una construcción social elaborada sobre distinciones biológicas entre los sexos, a partir de las cuales se enmarcan características culturales diferentes para hombres y mujeres. En base a eso se puede considerar a lo "masculino" y lo "femenino" como meras convenciones sociales que tienen que ver con factores tanto sociales como psicológicos, impuestos en la mayoría de veces. Así, al referirnos a lo "femenino", por ejemplo, esto va cargado de elementos como delicadeza, elegancia, belleza, habilidad para las actitudes domésticas, etc. En tanto, lo "masculino" presenta otras características como rudeza, valentía, don de mando, etc. Aquí, para corroborar y engarzar todas estas actitudes en mujeres y hombres, entran a tallar: la familia, la sociedad (parametrada patriarcalmente), los medios de comunicación, la publicidad y el consumo. Los que evaden estas características, manifestándose diferentes son consideradxs "menos mujeres o "menos hombres".

Existen, a mi parecer, diferencias de grado en cuanto actitudes, formas de ver el mundo, y todo ese universo mental que la misma psicología suele encasillar bajo ropajes demasiado académicos y exclusivistas. Aquí, las generalizaciones tienen que quedar de lado; pero es interesante tomar como medida lo referente al tema de la sexualidad y la maternidad; que parte justamente de lo biológico -natural e incuestionable- y que recalará en actitudes psicológicas y sociales mucho más sinceras. Las mismas que son influenciadas -no necesariamente determinadas- por factores culturales que tienen que ver con la historia de los pueblos y comunidades. Esto genera distintas maneras de concebir el mundo, distintas predisposiciones y distintas -y múltiples- posibilidades. Esta diferencia tenemos que defenderla y saber apreciarla en toda su magnitud. Esto por parte de mujeres y de hombres, indistintamente.

Pero la prevalencia de algún género sobre otro y la segregación, es decir, establecer tanto una diferencia como una jerarquía entre mujeres y hombres, es inadmisible. Es preciso distinguir la discriminación de la segregación. A pesar de toda la carga negativa que lleva la palabra discriminación, no es tan condenable como pudiera verse a simple vista porque sólamente establece parámetros de diferencia. Discriminar es escoger entre posibilidades, segregar es lo nocivo porque no sólo escoges sino que graduas y estableces inferioridades y superioridades. Por lo demás, no se trata sólo de una corrección o un mero ejercicio linguístico, establecer o valorar una diferencia -ya tangible y demostrable entre individuos, por ejemplo- nos permite poner en ejercicio la tolerancia y el aprecio a la diversidad. Estos conceptos guardan relación directa con aquella búsqueda de la libertad de las y los anarquistas. Para nosotrxs, la riqueza de estos nobles principios reside en la salvaguarda de las relaciones antiautoritarias y allí notamos que el machismo y el sexismo se filtran incluso dentro de organizaciones libertarias y en las mismas relaciones.

Pero, referirnos a lo anteriormente dicho, solamente como "cuestiones o problemáticas de género", es tan abstruso y tan difuso como académico y eufemísmico; y, es tan lejano y simplista como -a mi parecer- pretender reducir todo a cuestiones y problemáticas de clases o de "lucha de clases". Toda reducción, simplificación y universalización está alejada -en estos momentos- de lo concreto, de toda realidad y de toda posibilidad efectiva de organización y revuelta. Es por ello que aquel feminismo institucional es parte de lo que se conoce como Cultura Patriarcal, pues no aborda precisiones estrictas de la mujer -propiamente como mujer e individuo- sino que agota el principio de la igualdad en falsas reivindicaciones basadas en condiciones laborales (solamente en beneficio de la sociedad altamente competitiva) y en la búsqueda de un status (económico o de poder político); además de defenderse una femineidad (lo femenino) sublimada y endulcorada. Posiciones así le hacen juego a la otra cara de la moneda: el machismo. Un machismo cargado de elementos que tienen que ver con "lo masculino" (a veces lene e inconsciente, otras exagerado y brutal) y que, ciertamente, también asumen y protagonizan tanto mujeres como hombres.

Retomando lo anteriormente dicho, me parece que merece especial atención la distinción entre mujeres y hombres con respecto a su sexualidad. Carla Lonzi, una compañera italiana del colectivo italiano "Revuelta femenina", hace distinciones muy valiosas y atinadas en relación a la mujer y los interesados planteamientos de izquierda con respecto a la impostación de la mujer y lo que se pretendía de su participación en la política y la revolución en obras como La mujer clitórica y la mujer vaginal y Escupamos sobre Hegel. Para empezar, aborda el tema, justamente, a partir de la sexualidad. En el plano sexual, la posibilidad de conseguir orgasmos para una mujer es múltiple y mucho más rica que, por ejemplo, un hombre. Esta riqueza de probabilidades de placer, esta confortable diversidad orgánica difiere de lo monotemático y unidireccional del orgasmo masculino a través del pene. A partir de ahí, la mujer vaginal se muestra como una mujer sometida a los designios de placer del hombre, requiere del pene para su placer personal, ignorando o soslayando que es infinítamente mucho más placentero el orgasmo clitórico. La mujer clitórica se presenta, entonces, como una mujer en búsqueda de una emancipación, de una libertad, de un reconocimiento íntimo como mujer e individuo. Por ello, me parece que la búsqueda de autonomía y libertad de la mujer reposa, principalmente, en el autoreconocimiento de estos aspectos tan íntimos de ella y de los seres humanos y de allí se proyectan hacia afuera, hacia una participación efectiva y concreta en espacios libertarios. Justamente, las principales reivindicaciones de organizaciones libertarias de mujeres (sobre todo en España) fueron tomando como eje a los liberatorios de la prostitución, a la problemática del aborto y a muchos aspectos que hacen referencia a la diferencia sexual y a problemas específicos, íntimos y particulares de las mujeres.

De allí que, abordando críticamente este asunto y desde una perspectiva libertaria, muchas compañeras en los inicios de su participación en colectivos y organizaciones libertarias en Perú (como en otras partes del mundo) fueron tratadas con desdén y las relegaron a tareas menores. Precisamente por abordar sus problemáticas, desde una perspectiva particular y distinta, y no sentirse identificadas plenamente con las estructuras sindicales, muchas veces de por sí excluyentes. Muchas anarquistas supieron afrontar estos reveses de la propia organización, trabajando en organizaciones interclasistas -buscando a las esposas de los patrones- para seguir trabajando, buscando apoyo económico para las mismas organizaciones que antes las menospreciaron; siendo muy pocas las que se doblegaron, finalmente, asumiendo la masculinidad como identidad de un movimiento quizá no preparado y demasiado identificado con la vertiente más "dura" del anarquismo (es decir, la proudhoniana, la que prácticamente ridiculiza la participación de mujeres en espacios libertarios o la específicamente marxista inoculada en estos mismos ambientes).

Con la caída y la dispersión del movimiento anarcosindicalista, las y los militantes recayeron en organizaciones de izquierda, en el APRA y en organizaciones feministas autónomas. Lo endeble y esporádico de las nuevas organizaciones y colectivos libertarios en años posteriores, junto a la feroz persecución y represión de varios gobiernos, auyentaron a compañeros y particularmente a compañeras, quienes debían afrontar no sólo la culpabilidad de ser anarquistas sino también de ser mujeres. La Sociedad Patriarcal y la mediación del discurso de la publicidad y la comunicación afianzaron ya mecanismos de sumisión inconscientes dentro de muchas mujeres, siendo muy perjudicadas nuestras compañeras, quienes, muchas veces, tenían que luchar frente a poderes económicos y a los de casa. Aquellas valientes mujeres libertarias que hacía mucho tiempo denunciaron la violencia hacia las mujeres, existente entre las mismas parejas obreras, y que escribían sobre moral, sexualidad, libertad, igualdad de deberes y derechos, acentuando siempre, tanto su condición específica de mujer como su condición de individuos -a diferencia de los varones libertarios que insistían siempre en relievar sólo su calidad de madres, esposas e hijas- habían ya desaparecido.

Ahora, mucho tiempo ha corrido sobre los calendarios, nuevos compañeros y compañeras; y noto, aún, una soberbia patriarcal general infiltrada en mucha gente (mujeres y hombres) involucrada con la anarquía y ya definidas o definidos como tal. ¿Cómo se expresa esto? En el lenguaje, en las relaciones, en las actitudes, en la cotidianidad, y largos etcéteras. Lo que se nota es que esto no sólo se circunscribe al territorio llamado Perú, sino que trasciende más allá, y ya hay experiencias en ese sentido. Alguna vez, un compañero de un colectivo frente a la interrogación acerca de la poca o nula participación de mujeres en su colectivo y en otros, nos dijo, muy alegremente: "Con minitas no se puede trabajar, pasa que después se enamoran y abandonan..."; también, alguna vez he escuchado: "Las mujeres no saben trabajar en equipo", o que “sólo sirven para logística”, recordándonos que el ánimo de segregación en ambientes supuestamente libertarios muchas veces no cambia. Los errores no se superan y caemos en excusas tontas y en ridículos reclamos. Ni hablar de esos que rondan ambientes libertarios, buscando sólo pareja de ocasión; o de aquellos que se agrupan y hacen sus reuniones “libertarias” con sus mujeres o compañeras, con el importante y sumiso papel de servidoras de comida...

Lo importante y relevante, ahora, es asumir autocríticamente el asunto, como libertarios, como compañeros y como hombres, es decir, cómo entablamos nuestras relaciones, cómo somos y cómo nos mostramos, cómo nos aperturamos frente a las compañeras que ya trabajan con nosotros o que próximamente lo harán. Suena pertinente subrayar una lucha antisexista tan válida como las múltiples luchas existentes, tomando en cuenta que toca valorar a nuestras compañeras tanto como a nuestros compañeros, pero tolerando y dando cabida a la diferencia entre individuos y matices de diferencia. Añorar y apreciar, entonces, lo distinto frente a lo uni-forme y lo autoritario, relacionarnos de manera diferente sin oposiciones exclusivistas de clase, de género u otras, es aprender de los errores.

Lucho Desobediencia

ACERCA DE LA VIGENCIA DE THOREAU Y LA DESOBEDIENCIA CIVIL



Acerca de la vigencia de Thoreau y la desobediencia civil


“Mis pensamientos asesinan al Estado”
Henry David Thoreau



Henry David Thoreau murió a las nueve de la mañana del día 6 de mayo de 1862. Hace aproximadamente 140 años, y fue el 22 de julio de 1846 que, mientras cruzaba el pueblo en busca de unas botas remendadas, fue detenido y encarcelado por no pagar un impuesto imbécil. Objetó el poder omnívoro del Estado frente a su condición, no consultada, de ciudadano. Efectivamente fue la posición de un hombre libre cuestionando la autoridad establecida y los mecanismos represivos de esa civilización. Thoreau, perspicaz e incisivo, demostró que la captación de esos fondos compulsivos eran derivados a la guerra de Estados Unidos contra México. Entonces, al salir de la cárcel, dictó una célebre conferencia que se divulgó como el Ensayo sobre la desobediencia civil o solamente Sobre la desobediencia civil, texto de exaltada defensa de la libertad individual frente a las injerencias del Estado. Existe incuestionablemente una progresión perfectamente definida en las tres principales declaraciones de Thoreau con respecto al asunto antiesclavista, desde Desobediencia Civil hasta la Apología del Capitán John Brown, pasando por la Esclavitud en Massachusetts. Se trata de una progresión de resistencia al Estado como Institución. En primer lugar, tenemos la resistencia civil o “moderada” rehusando pagar impuestos. En segundo lugar, en la Esclavitud en Massachusetts nos encontramos con la arenga o la exhortación a violar una ley específica y concreta. La tercera instancia de este proceso aconseja la rebeldía abierta no ante una ley específica, sino contra el Estado como tal.

La vigencia de la ideología política de Thoreau queda perfectamente al descubierto en todas sus obras, en general, y en Desobediencia Civil, en particular. Asimismo, su actitud de libertario solidario resulta de una extraordinaria actualidad. Antiimperialista, en el apogeo del imperialismo norteamericano de la primera mitad del siglo XIX; defensor del derecho a pensar por uno mismo, como defensa irreductible ante la avalancha de oportunismo político y compromisos ideológicos; ecologista convencido, en contacto con la naturaleza, cien años antes de los «verdes»; defensor acérrimo de las minorías indias, en proceso de exterminio; antiesclavista convicto y confeso, en plena efervescencia racial que había de culminar muy poco antes de su muerte en el estallido de la guerra civil; defensor del derecho a la pereza, o reivindicador de aspectos creativos del ocio con dignidad, mucho antes de la formulación de Paul Lafargue. Y todo esto hasta límites de un radicalismo que lejos de disminuir con los años, se fue agudizando conforme éstos pasaban: durante dos años, Thoreau se retiró a una cabaña que el mismo construyó en medio del bosque, allí escribió Walden. Por actitudes, como esta, de hombre libre, Thoreau excede largamente todo movimiento ideológico y todas las limitaciones partidarias.

Henry David Thoreau insistía en el factor moral, ante la constatación de la injusticia, la desobediencia surge como un deber de la conciencia. Insistía en la Desobediencia Civil como un deber moral: “El actuar de acuerdo con un principio moral, confirmándose en lo que es justo y poniéndolo en práctica, altera la relación de las cosas y es esencialmente revolucionario en cuanto corta toda relación con el estado de cosas anterior”. Desobediencia al Estado como Sistema, es decir aquella gran maquinaria ciega que convierte a los hombres en simples piezas del engranaje, en súbditos. Dice, toda maquinaria “tiene su fricción pero cuando es la fricción la que llega a tener su maquinaria y la opresión y la injusticia se organizan, no debe mantenerse por más tiempo una maquinaria de esta naturaleza”. Este es el principio moral que inspira la desobediencia civil. Ahora, de lo que se trata es de parar la maquinaria o Máquina del capitalismo recurriendo a lo que podríamos denominar una “microfísica de la desobediencia”, y es que para servir a los objetivos de la Máquina, la gente debe tener unos comportamientos uniformes que permitan que los distintos individuos sean intercambiables. No se necesita gente ni personas, se necesita “personal”. Se necesita masas que trabajen y consuman y que lo hagan, por supuesto, sin cuestionárselo. Por esto es necesario extirpar aquella semilla de pensamiento subversivo, problemático. Se necesita que la gente no piense, que sean meros engranajes, intercambiables, que sigan los dictados de los medios de comunicación: trabajar, consumir, alienarse y volver a trabajar. Estas técnicas de dominación conforman lo que Foucault llama “microfísica del poder”. Se trataría de los mecanismos subrepticios que trabajan en lo cotidiano para que, incluso, se tenga que pedir permiso hasta para pegar un afiche o promover una manifestación. O lo que provoca que las relaciones frente al estado se reproduzcan en la familia sempiternamente autoritaria.

En ese accionar cotidiano, existen distintas formas de boicotear esa gran Máquina como mecanismo represivo. Desde introducir palillos entre sus engranajes o echar arena en el depósito de combustible hasta objetar el menor indicio de autoritarismo o practicar el absentismo laboral. Para funcionar sin problemas, el Sistema necesita la certeza de un orden que reduzca lo imprevisible. Se consuma, así, la certeza de la sumisión de las conciencias de los individuos. A través de la desobediencia podemos complicar su lógica de Pensamiento Unico. Es factible, a mi parecer, responder a la microfísica del poder con una microfísica de la desobediencia ejercida a escala individual. Desobedeciendo, a lo Thoreau, desde nuestra “modesta posición” de individuos y con ese resabio Kropotkiniano de moral, y no de aquella Moral o moralina, proponemos objeción y resistencia frente a todo tipo de cadena. Sólo asumiendo una posición crítica podremos conocer aquel jardín ácrata que inspiró a Thoreau a resistir y luchar, y no condenar a la soledad (“Busco una buhardilla”, sería la primera anotación que registra en su diario), solo objetando la autoridad y transgrediendo seremos libres.
Lucho Desobediencia